Michael Roman at Lismar Lounge, 1986. Courtesy: Anne D’Agnillo/Facebook
Carlos Barón

La nota que apareció en Facebook era breve y dramática: “Michael Roman murió esta mañana en mis brazos”. La autora de la nota, la artista Kate Rosenberg, cuidó a Michael durante las últimas semanas de su vida. Una vez que al prolífico y generoso Michael Roman le informaran que no había posibilidad de ser operado de sus varios males, él pidió irse a casa… y Kate era el hogar elegido por su corazón.

Así, Michael murió de su manera preferida: cerca de Kate. Creo que todos debiéramos estar felices y agradecidos, pues cuando una historia de amor ocurre de una manera tan pública, todos nos beneficiamos. ¿Por qué solo debemos ser constantemente asaltados por las terribles noticias que invaden los medios de comunicación, sean sociales o corporativos? Así, gracias, Kate. Gracias, Michael.

La muerte de Michael Roman nos sacude, porque su vida y su arte también nos sacudieron. Michael fue una persona pública, con un alma interesante y complicada, alguien que era admirado… y temido. Permítanme aclarar el por qué digo esto último.

Primero, admiramos su constante creatividad y su generosidad. Mucha gente ha expresado que Michael les regaló algo, así fuera un dibujo, algo impreso, una camisa… o que se lo vendió a un precio muy razonable.

También admiramos la maravillosa manera en que su creación artística explotaba en nuestra imaginación colectiva, llenándonos los ojos y mente con ángeles, demonios, serpientes, calacas rumberas, Fridas, revolucionarios mexicanos o amuletos, tales como manos mágicas y milagros, además de jaguares, corazones o imágenes precolombinas mezcladas con ‘transfers’ de autobuses locales, Nina Simone, John Coltrane, incluyendo también referencias a la gentrificación o a los indigentes o Temáticas cercanas a su corazón…. y al nuestro.

Michael creaba con un deslumbrante control en sus esquemas del color y con algo que su amiga Linda Wilson, una conocida fotógrafa y activista cultural denomina “un gran sentido del espacio”. Sabía cómo crear un buen balance en su trabajo e interesantes relaciones entre la multiplicidad de temas y colores que convivían en sus creaciones, fueran serigrafías o estarcidos.

Respecto a la referencia al temor, más que temer cualquier daño que pudiera causarnos, temíamos por él. Cuando sufría, nosotros sufríamos. El hecho de que expresara sus miedos o tristezas en voz alta, exhibiendo públicamente sus muy humanas debilidades, asustaba. Al exponer sus miedos, exponía los nuestros. Su vulnerabilidad informaba la nuestra y permitía compararnos, ayudando a revisar nuestra relativa estabilidad mental.

En una reciente entrevista, Kate Rosenberg dijo: “Michael fue un artista pobre toda su vida. ¡No le importaba un carajo el dinero!” Sin embargo, no pudo haber sido fácil vivir así. Tenía que inventarse la sobrevivencia. Por eso se le veía regularmente pasando largas horas en las calles de la Misión, ofreciendo sus colores. Para él eso no era un pasatiempo, sino una absoluta necesidad.

A veces me llamaba (yo no era el único) a alguna loca hora de la noche, para quejarse de la vida, o para anunciar que “estaré en mi studio el martes, desde las 10 de la mañana. ¡Pasa!” Tanto se repitió, que llegué a desconectar mi teléfono por las noches, pues esas llamadas nunca eran ni simples ni breves. El amor era un tema principal. Largos monólogos de los altibajos de su vida amorosa. Si me atrevía a interrumpir, parecía no escucharme y seguía con su soliloquio. Un par de veces le colgué. O el me colgó.

Recientemente, me dejó un mensaje extraordinariamente dulce, agradeciendo que oyera sus cuitas y porque le había comprado una de sus piezas. Guardé ese mensaje por un largo rato, porque el amor que expresaba era genuino. Me hacía sentir bien escuchar esas frases y me encantaba que sonara feliz. Hoy, en esta hora tardía, confieso que no me molestaría que me llamara. Mi línea está abierta.

Linda Wilson (nuevamente) me contó que más de una vez Michael había expresado: “¡Cómo desearía ser una persona normal!”. Pensé en eso, pero recordé una frase de una tarjeta postal, que me parece más cercana a su verdad: “Una vez traté de ser normal… ¡fueron los peores dos minutos de mi vida!”.

Algunos  dicen que Michael Roman fue un “verdadero artista”,  entendiendo que sus conflictos eran parte inherente de su vida artística, una especie de modern Van Gogh, quien —cuando se cortó una oreja— fue diagnosticado con “manía extrema y delirio generalizado”.

Michael nunca se cortó una oreja, como Van Gogh. En lugar de ello, andaba con su corazón a flor de piel. Es decir, expresaba sus emociones libre y abiertamente, a la vista y paciencia (o impaciencia) de todos.

Creo que seres humanos felices y mentalmente balanceados pueden crear un gran arte. Sin embargo, respeto grandemente la locura relativa que las mentes creadoras a menudo exhiben.

Las últimas palabras deben pertenecer al artista. En otra entrevista, Michael Roman dijo, refiriéndose a su trabajo: “Hacer esto enloquece un poco”, pausó brevemente y añadió, sonriendo: “¡Eso me encanta!”.