[su_label type=»info»]El Abogado del Diablo[/su_label]

Carlos Barón (izquierda) bailando en el Berkeley Dance Theater Gymnasium en 1972. Cortesía: Carlos Barón

Aveces, esta columna utilizará un incidente interesante de mi banco de memorias. En el ya largo viaje por esta tierra, me han sucedido muchas cosas que vale la pena compartir.

Esta historia sucede en 1972.  Contiene danza, perros, la Guerra de Vietnam y serendipia.

En ese año, la Guerra de Vietnam ardía. Comenzó en 1955 y terminó en 1975. Al fin, la máquina guerrera de los EEUU no pudo derrotar al ejército de Vietnam del Norte, liderado por el famoso Ho Chi Minh. Entonces vivía en Oakland con Claudia, una novia bailarina. Ambos estudiábamos danza moderna en la Universidad de Berkeley. Yo hacía estudios en teatro político.

Cada miércoles por la noche, Claudia y yo asistíamos a sesiones regulares de danza. El lugar donde bailábamos era un estudio llamado Estudio de Danza para Todos, ubicado en la 51 y Broadway, en Oakland. Clave figura en ese estudio era Halifu Osumare, una afroamericana, gran activista de la danza.

Esas noches, bailarines, músicos y coreógrafos multiétnicos presentaban piezas experimentales o improvisadas. Había mucho talento presente, pero luego de algunas sesiones sentí que casi todas las danzas eran inocuas, inconsecuentes, liviandad pura. Especialmente si vivíamos la tóxica nube de la Guerra en Vietnam.

¿Por qué creábamos tanta tontería apolítica? Eramos jóvenes, bien educados, politizados. ¿Por qué nuestras danzas no reflejaban nuestros sentimientos anti bélicos?

Así, decidí que nuestra próxima danza reflejaría mi deseo de crear una fructífera discusión entre nosotros. El tema sería la Guerra de Vietnam. ¡No más saltitos ridículos! ¡Necesitábamos educar a través de la danza, desarrollar conciencia con la música, con nuestros movimientos, con nuestro sudor! ¡Urgía hacerlo!

Hablé con Claudia y le dije que tenía un plan cheverísimo para la sesión del próximo miércoles. Sus ojos brillaron y contestó, emocionada: “¡Yo también tengo una buena idea! ¡Bailemos con nuestros perros!”

Carlos Barón (izquierda) bailando con Al Wunder en el Berkeley Dance Theater Gymnasium en 1972. Cortesía: Carlos Barón

Era lo último que hubiera elegido hacer. ¿Qué? ¿Bailar con nuestros dos perros? ¡De ninguna manera! ¡Prefería la muerte antes que esa vergüenza!

Ella no entendía mi rechazo. “Pero…¡Carlos! ¡Eres bueno con los perros! ¡Te quieren! ¡Va a ser muy groovy! Entramos tu y yo primero, hacemos un par de movidas… luego silbas, los perros se incorporan ¡y bailamos juntos! Alguien los sujetará hasta cuando silbes. ¡Será magnífico!”

No me convencía. ¡Era una idea ridícula, infantil, contraria a todos los principios del Agitprop y del Teatro Didáctico de Bertolt Brecht, mi héroe! ¡No, no, no! ¡No lo haría!

Fue entonces cuando la bella Claudia me miró seriamente y sentenció: “Si me quieres, ¡lo harás!” Esa frase tan perentoria enfrió mis dudas. ¡Qué golpe tan bajo! Y así…¡Accedí a bailar con los perritos!

Ese miércoles, entre bambalinas, mis rodillas temblaban descontroladas. ¡Iba a hacer exactamente lo que deseaba erradicar de nuestras sesiones! ¡Era un romántico cobarde! ¡Eso era!

A mi lado, los perros, ansiosos, anticipaban algo entretenido. ¡Si solo supieran cuán entretenido sería! Según el plan, Claudia y yo debíamos entrar primero y bailar nuestra exquisita liviandad. El salón estaba repleto de los participantes regulares y de un gran número de espectadores. Muchos, para mi vergüenza.

Pronto, Claudia levantó su ceja izquierda: era el momento de llamar a los canes danzantes. Silbé. Entraron corriendo, ¡como perros anhelantes! El piso del salón estaba encerado y ellos se resbalaron largamente, hasta chocar contra los muros con espejos. Chocaron muy duro y aullaron de dolor. Así y todo, se acercaron a nosotros, cojeando, y bailamos una coreografía entre especies.

Yo sudaba la gota gorda y fría, y solo deseaba desaparecer mágicamente de ese espacio. Esto no tenía nada que ver con mi intención de provocar una discusión acerca de la guerra.

De pronto, un miembro del público se levantó, furioso. Trató de hablar, pero su enojo se le impedía. Temblando de rabia, finalmente gritó: “¡Que carajo están haciendo! ¡Esto es TAN estúpido! ¿Bailar con perros? ¡HAY UNA GUERRA EN ESTOS MOMENTOS! ¡Y ustedes bailando con perros! ¡Descarados!”

El elenco y equipo de ‘El Son de la Misión’ reunidos para un ensayo en el Band Room, del Creative Building de la San Francisco State University. Foto: Edgar Pacheco

Después de él, otros (y otras) le siguieron. Al unísono expresaron su indignación por nuestra danza y la necesidad de unir energías para crear danzas de protesta por la guerra en Vietnam.

No culpé a Claudia por el escándalo de enojo que provocamos. En su lugar, mentí… como un perro culpable, y dije que habíamos creado esa coreografía precisamente para discutir acerca de la guerra. No se si me creyeron, pero pienso que, tal vez, fue una buena y posible razón. Esa noche, ¡la serendipia me había regalado exactamente el tipo de discusión que soñaba!

El venerable diccionario Webster, una versión anterior al Google de hoy, define a la serendipia como “una aparente aptitud de hacer descubrimientos afortunados accidentalmente”. Me gusta esa palabra.

Años después, sigo creyendo que Terpsícore, la musa griega de la danza, junto con Xochipilli, la diosa de la música y la danza de la mitología azteca (tal vez con una venia de parte del alemán Bertolt Brecht, padre del teatro didáctico) nos ayudaron a escapar de la humillación.

Mis intenciones, como expresara al comienzo, eran puras y fueron premiadas con ese serendípico éxito: se creó la discusión que mi corazón y mente deseaban.

Los perros, por cierto, fueron la conexión mágica con esas musas.

Y hoy, ¿cuál danza  crearemos para detener la cruel medida anti-inmigratoria llamada Tolerancia Cero?