[su_label type=»info»]Columna: Centrospective[/su_label]

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Nestor Castillo

Puedo contar con una mano las veces que he ido a El Salvador: una vez, cuando era bebé (durante la guerra). La segunda vez, a la edad de 9 o 10; una vez más, cuando fui a las elecciones presidenciales de 2009, y al año siguiente, por una delegación juvenil que dirigí, a la que llamé ‘Delegación de Raíces Radicales’ (buen nombre, ?cierto?). No había vuelto desde 2012, cuando mi abuela materna falleció. Mi madre, mi hermana, mi primo y yo llevamos el cuerpo de mi abuela a Ilobasco para que pudiera descansar en su ciudad natal. La experiencia fue pesada, por no decir más. Volví otra vez a principios de este año (supongo que con eso ya son dos manos) para celebrar el cumpleaños 80 de mi abuela paterna. Mis padres tenían la idea de alquilar una casa en la playa (parecida a la de Tony Montana) y llevar a la familia.

Esta vez fue diferente a mis otros viajes, porque experimenté El Salvador en una burbuja —aislada y separada de lo real. El dueño de la casa tenía una familia entera trabajando para él como ‘ayuda’. Me sentía incómodo y un poco culpable por quedarme en una casa tan grande y tener otra familia al servicio de mi familia, pero rápidamente la reprimí en lo profundo de mi mente después de un día de pasarla en la piscina y beber Supremas junto a la playa.

La realidad no me golpeó de nuevo sino hasta que regresé a casa. Fui llevado al aeropuerto por el encargado principal de la casa, a quien llamaré Cuca. Hasta este punto del viaje mi familia fue bastante amable con todos los encargados de la casa, así que Cuca y yo conversábamos sobre trivialidades en nuestro camino al aeropuerto. En algún momento durante estre trayecto, Cuca se sintió lo suficientemente cómodo para decirme lo diferente que su vida podría haber sido.

Dijo que podría haber ido a los EEUU por medio de una estadounidense que se había enamorado locamente de él cuando joven. Lo describió como una oportunidad perdida atribuida a su juventud, pero no lamenta no haberse ido con ella. Ahora tiene una familia y una situación estable. Tuve problemas para comprender la parte “estable”, pero comenzó a tener sentido después de que me contó sobre su intento posterior de emigrar a los EEUU.

Comenzó cuando un amigo que pidió a Cuca que lo acompañara en la travesía. Volviendo al pasado, Cuca desearía haber rechazado la oferta, pero las promesas de lo que podría ser en los EEUU eran demasiado difíciles de resistir. Partieron y, como otros  innumerables migrantes que tienen poco o ningún medio, viajaron por la infame bestia (un peligroso tren de carga conocido como “La Bestia”, que muchos migrantes centroamericanos toman para viajar a través de México hacia los EEUU).

Una noche, montado encima de los vagones, recuerda ver en la distancia a un grupo de hombres con machetes avanzando hacia él. Los inmigrantes volaban por los costados de los vagones mientras se acercaban, parecía la versión opuesta del Moisés un mar de desesperación. Cuca y sus compañeros hicieron un plan: no huirían, se defenderían. El plan se esfumó inmediatamente: sus compañeros intentaron ocultarse en un furgón vacío y Cuca se congeló, mirando directamente a los rostros de los asaltantes. Comenzaron a golpearlo y en la conmoción, la linterna de su amigo accidentalmente se iluminó hacia él. Los asaltantes comenzaron a golpear al amigo con su machete. Ambos hombres fueron finalmente echados del tren en medio de la nada en México.

Recuerda no saber si él y su amigo sobrevivirían esa noche, mientras arrastraba el cuerpo de su amigo al lado de la vía. Él y su amigo recibieron atención médica y Cuca regresó a El Salvador.

Llegamos al aeropuerto y le di las gracias por el viaje y por compartir su historia. No pensé en su historia por un tiempo. Luché para entender mi posición de privilegio en comparación con la de muchos centroamericanos de mi edad.

He enseñado un curso sobre entroamericanos en los EEUU durante varios años en la universidad San Francisco State, y uno de sus principales objetivos es entender la migración. Hemos leído un libro fantástico, pero espeluznante sobre este tren, escrito por el periodista salvadoreño Oscar Martínez llamado La Bestia. Una cosa es leer sobre estas historias y otra, completamente, cuando es contada por alguien que lo ha vivido.

No fue hasta que visité la exposición ‘MONTARlaBestia’ en el Centro de Estudios Latinoamericanos en Berkeley, que volví a pensar en la historia de Cuca. La exposición es una instalación que fusiona arte y poesía para mostrar versiones miniatura de vagones y vías que representan a la bestia. Las piezas son un recordatorio de la odisea que cientos de migrantes realizan para que, luego, cuando ingreses a un edificio de oficinas lo encuentres limpio o puedas compartir esa foto de tu próxima comida (culpable, #foodie), pero también es un recordatorio de que hay muchos más, como Cuca, que no lo pudieron lograr.

La muestra está compuesta por un centenar de artistas que formaron el Colectivo de Artistas Contra la Discriminación en colaboración con el Museo Mexicano, el Consulado General de México en San Francisco y la Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Su objetivo es “hacer conciencia sobre la migración y cómo esta marginaliza a una población ya vulnerable”.

MONTARlaBestia, patrocinada por Richard A. Levy, y Andrew Kluger, se exhibe en el Centro de Estudios Latinoamericanos, en el 2334 de la cale Bowditch en Berkeley. La exposición estará vigente hasta el 29 de septiembre y puede ser visitada de martes a viernes, de la 1 pm a las 5 pm.