Supongamos que el país sobre el que escribo hoy no es una “isla afortunada” en medio de lo desconocido, como indicaba la geografía medieval, ni suceden en él cosas inauditas como para decir que es un país en otro planeta. Y aunque tenga la mística y la apatía de los países atrofiados por el oro y la desilusión, y sus guerrilleros poetas mueran cantando que su “patria es hermosa como una espada al aire”, escribir sobre el Perú a 200 años de proclamada su independencia, a decir verdad, es escribir desde la oscuridad en una grieta. 

Las promesas que simbolizaron el nacimiento del Perú no se han cumplido. La crisis sanitaria y la política, la fragilidad con que ha despertado un racismo rupestre durante las elecciones presidenciales de este año, la existencia de ciudadanos de segunda clase y su pobreza, la violencia contra las mujeres, la degradación de las instituciones del estado, de la prensa, de las palabras ‘libertad’ y ‘democracia’, entre otras tragedias, confirma el triunfo de los esfuerzos por revalorizar todo lo que nos divide. Hoy, a raíz del Bicentenario de la fundación de la República del Perú, se habla de unión e identidad nacional, pero ¿qué tanto hemos reafirmado las nuestras? 

En su libro Perspectivas sobre el nacionalismo en el Perú, el sociólogo peruano Gonzalo Portocarrero escribe: “En el Perú no existe un «imaginario nacional» medianamente consolidado. Es decir, un conjunto de creencias que haga que todos los peruanos nos veamos como parte de una comunidad de ciudadanos con un pasado compartido y un futuro a construir”.

¿Qué debemos hacer para imaginarnos como un colectivo? Necesitamos referentes comunes, los académicos alegan. Pienso en los ejércitos de indígenas que lucharon una guerra de independencia liderada por elites criollas con aspiraciones propias. Pienso en los revolucionarios del siglo XVIII, precursores de la independencia, como Túpac Amaru II, Micaela Bastidas y Juan Santos Atahualpa. Todos patriotas multiétnicos, héroes, referentes comunes que deberíamos honrar como es debido, pero que durante años pasaron desapercibidos en la historia oficial del Perú. Una historia llena de sombras y ausencias. Pese a esto, hoy en día, desde el Congreso, hay legisladores que luchan por borrar la palabra ‘descolonización’ de las iniciativas culturales. Argumentan que el término es marxista y niega el pasado colonial del país. 

Quizá la desgracia del Perú esté en la negación institucionalizada que ha dejado a un pueblo rabiosamente inconforme con su identidad indígena. Hay una profunda desafección hacia lo propio, y no hablo de la comida ni del folklorismo comercial ni del fútbol nacional que pregonamos por el mundo con bastante éxito (la neoperuanidad, proponen los sociólogos, no invoca a la patria ni al pasado milenario, sino a los productos de disfrute como la comida y el baile).

Guitiérrez, Fernando (Huanchaco). De la serie Libertadores

Esta desafección nos impide unificarnos, nos vuelve insensibles frente a quienes rechazamos reconocer como los nuestros. Despiertos o inconscientes, optamos por deshumanizar al otro con la finalidad de facilitar su sometimiento, porque eso hemos visto y eso nos han enseñado (solo se puede pisotear lo que es inferior y carece de valor, lo que ha perdido el significado). Tan solo pregúntenle a un peruano qué significa ‘la pendejada’, o en términos blandos, la viveza criolla. Es la tradición más dolorosa que nos ha tocado heredar, junto al individualismo y la paranoia, no solo porque trunca un proyecto de paz y bienestar para todos, sino también porque evidencia que para defenderse de la precariedad económica y las necesidades insatisfechas, uno debe hacerlo a cuchilladas. 

A pesar de todo, la clave para entender la peruanidad en el siglo XXI estaría en el mestizaje. 

Nací en Lima, “la ciudad más extraña y triste” según Herman Melville. Soy producto del mestizaje cultural del siglo XX y de los procesos de emigración posteriores. Durante muchos años viví en otra ciudad erigida por hombres que también perseguían el oro: San Francisco. Desde que dejé el Perú, siempre me pregunté qué era la identidad peruana y cómo se es peruano. 

Una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos publicada en 2019 reveló que la mitad de los participantes consideraba que la identidad peruana tiene base en la mezcla de culturas y etnias. Sin embargo, el 56% de los encuestados señaló que para ‘sentirse’ peruano solo bastaba haber nacido en el país y querer al Perú (todos los participantes vivían en el país cuando se llevó a cabo la encuesta). 

Resulta alarmante que en el contexto del Bicentenario no se haya considerado la emigración como una narrativa fundamental para la construcción de una identidad nacional. Ciertamente, las celebraciones del Bicentenario nos dejaron algunas charlas sobre el tema, pero se necesitan más esfuerzos y políticas de estado para consolidar la integración de este grupo al imaginario nacional. Una peruanidad que no incluya a los 3 millones de peruanos que residen fuera del país, es una peruanidad inconclusa. 

Conozco a peruanos que viven o han nacido en otros países. Su amor por el Perú es incuestionable. Muchos de ellos reconocen y enaltecen sus orígenes indígenas y negros, afianzan sus comunidades a través de podcasts en torno a la diáspora; otros, como la comunidad de adoptados transraciales peruanos, busca aportar sus conocimientos a un país que jamás han visitado. Sé de peruanas que escriben novelas sobre familias inmigrantes peruanas en los EEUU de los 90; sé de consultores de sistemas, de programadores, periodistas e ingenieros civiles que se conmueven y se agitan al hablar del Perú en el comedor de sus hogares. Se preocupan, siguen con cuidado las noticias locales por internet, visten con orgullo trajes típicos de sus regiones y acuden a votar los días de elecciones. ¿Qué tan peruanos son estos peruanos? 

Hace cinco años regresé a vivir al Perú. Desde entonces comprendí que el entusiasmo y la esperanza son rasgos innegables que todo peruano lleva consigo a donde vaya. No obstante, una profunda tristeza colectiva es indesligable de nuestro ser. Esta tristeza, presiento, radica en nuestra incapacidad de poder nacer como nación unificada, y aflora cada vez que recordamos que nos han abandonado a medio parto, que nuestra nación se incuba sola y huérfana en una avenida sin luz, una avenida por la que nadie transita. Esta nebulosa nos impide esbozar un sentimiento genuino de autocompasión, de indulgencia, puertas de oro al amor propio y por ende, al amor por el otro. Si bajáramos la guardia por un segundo, si nos tratáramos mejor por conciencia propia y no por obligación, dejaríamos de ser el Perú remoto y aislado que alucinaron los cosmógrafos medievales, y encontraríamos en un futuro común nuestro lugar de pertenencia en la tierra.